Hablo para ti. Para esos días en
que uno elige una ruta en un país desconocido y sucumbe de melancolía y
soledad. Para esos amaneceres en que los ojos son vigías incansables. Por los
instantes que yo quería apresar a tu lado, mientras tú me enseñabas la difícil
disciplina de alejarme. Por los castillos que construí en la arena y que un
leve viento derrumbaba. Por la rosa que te di, un poco marchita, es cierto, y
que tú dejaste morir en un vaso sin agua. Por las palabras nunca dichas, pero
leídas en tus ojos claros. Hoy hablo para ti, hoy que tengo todo el tiempo para
hacerlo y no aquellas entrevistas, que me permitían sólo decir tan poco o nada,
y quedar ahogada en palabras y pensamientos y sensaciones. En todo lo que no
supe ni pude expresar nunca.
Yo sabía que cada momento era irremplazable y no
quería perder uno solo a tu lado, pero tú los dejabas ir, como se dejan pasar
los años, o la vida. Quizás ahora ya pueda decirte algo, o dentro de un mes, o
de un siglo, o de un instante; qué importa el tiempo que transcurra si
finalmente es tan sólo una línea, una división convencional para ordenar la
diaria existencia, situar al pasado o al futuro. Tal vez un día, el menos
pensado, un día gris o lluvioso, pueda contar bien nuestra historia, porque tú
nunca me dejaste hablar de nuestro verdadero encuentro.
Tenías miedo y por eso
no me escuchabas; o te hacías el desentendido, ¿te acuerdas? Cada vez que yo
empezaba a hablar de lugares, personas, alegrías o tristezas, de tantas cosas
compartidas o de nuestro primer rompimiento, era como un puente que yo tendía
en el espacio y que tú no querías, te negabas a cruzar, para así no recordar y
comprenderme mejor. Y comprender, tú bien lo sabes, es ahondar, llegar hasta el
alma, pero llegar allí estremece por temor a encontrar sólo tedio, o quizás el
deslumbramiento, algo que encadene para siempre, o también diversas formas de
amor o de miedo.
Y del amor muchos huyen como de una catástrofe o de un
violento huracán. Yo nunca huí del amor, lo supiste; me precipité siempre a
ciegas en sus aguas; lo apuré con una sed inmensa jamás saciada: buscaba mi
paraíso. Y en ese empeño agoté la vida. Los relámpagos desgarran el cielo y
destruyen su azul, presagian las tempestades; así rasgué mi alma, mi fantasía
siempre equivocada. La claridad de una dicha se filtraba en mi vida en
instantes sólo creados por la ilusión, para caer después en la tiniebla más
densa, en el vacío sin fin, en el pozo sin fondo.
Sólo contigo puedo hablar
así; llamar las cosas por su nombre y decirles noche, flor o lluvia: nombrarlas
como lo que son o fueron. Algunas veces, te contaba, arribé a los umbrales de
la dicha; pero después llegaba la luz y todo el misterio se desvanecía, todo recobraba
su forma verdadera y era preciso, entonces, partir hacia el día infinito y
real. No basta saber que el amor existe, hay que sentirlo en el corazón y en
todas las células. Saber darlo todo a manos llenas, pero recibir algo a cambio;
una correspondencia del alma, aceite o leña, para alimentar el fuego. Nunca has
sabido de este amor caído de bruces sobre sus propias brasas.
Ni siquiera
aquella noche que te marchaste encolerizado sin decir ni adiós reparaste en la
sorda pesadez de mis pasos, en las lágrimas que me caían por dentro. Todo
estaba igual en la calle y dentro de ti: el alumbrado mortecino, los
automóviles con prisa, los transeúntes con el diario bajo el brazo y el
cigarrillo consumiéndose entre los labios. Todo estaba igual, también la lluvia
con su monótono caer. Tal vez tú pensaste "ahora que me voy se habrá
sentado a ver la televisión o a escuchar la radio, estará tomando café y
fumando sus largos cigarrillos". Pero no, todo estaba igual fuera y dentro
de ti, pero detrás de la puerta que cerraste, quedaba este amor que no
entendiste y que se quedó inventándose el sonido de tus pasos en la escalera,
el timbre del teléfono.
En tus ausencias me habitué a la silenciosa espera,
buscando una forma de virtud en ello. Sin embargo, te lo confieso, me
desesperaba el paso igual de los días, sin que surgiera ni una solución ni una
esperanza. Me proponía entonces olvidar las horas, las cosas que me rodeaban,
todo lo que me inquietaba, y me perdía, como en una selva, en alguna lectura.
¡Ah, si supieras, cuántas noches imaginé que llegaríamos juntos al alba, a la
tierra ya conocida donde la paz nos aguardaba! Hubo veces en que quise
comunicar la alegría o la tristeza, las que tú me dabas, pero las guardé
siembre dentro de mí por temor a estropearlas, y todo ni ser se llenaba de una
gran plenitud. Al reencontrarte rompí los hilos de mi pasado, de todo lo que no
estaba ligado a ti y acompasé mi paso al tuyo, hasta donde tú quisiste.
Nunca
te he hablado de los crepúsculos desmadejados en el árbol enorme que había
frente a mi ventana, por donde me fugaba siempre y te llevaba a conocer los
lugares y los sitios amados: jardines y huertos, cuartos llenos de cosas
viejas, queridos juguetes rotos, retratos de familia, de perros y de gatos
inolvidables, cuevas y alamedas umbrosas; el parque hundido con su
estanque, más hundido aún que el mismo viejo parque; su fondo estaba lleno de
lama y musgos, hierbas acuáticas y misteriosas grietas por donde los peces
desaparecían; peces de colores que brillaban y relucían, como si fueran de oro
y plata, cuando los tocaba la luz del sol. Allí pasaba yo las tardes de mi
infancia, y sólo me marchaba cuando ya no se veían los peces en el agua ensombrecida
y el viento soplaba fuerte. A lo largo de mi vida caminé por las playas oyendo
el mar, conocí las alturas de las montañas y los extensos valles, las tardes
malva y los cielos amarillos del otoño.
Caminé siempre a solas sin más compañía
que la esperanza. Esperé largos años como siglos, sólo me quedaron las manos
vacías y el corazón herido de frío. Por todo eso hablo solamente para ti que me
enseñaste el gusto amargo de la vida y a buscar belleza en todo lo que nos
rodea; a no desear sino lo que se nos da y a encontrar en ello la satisfacción
completa; a separar cada instante y retener su goce aislado; a apurar el dolor
del renunciamiento y seguir como un ave nómada. Hablo para ti por todo esto y
mucho más; para ti que abriste ventanas clausuradas y de la mano me ayudaste a
transitar a través de la estación más amarga y dolorosa.
¿Por qué, dímelo
ahora, cambiabas tanto? Tu actitud abría largos corredores a las dudas y a los
temores. Me preguntaba y me pregunto aún, porque nunca lo supe de cierto, si sólo
fui una estación, una etapa más en tu vida, o raíz que sostiene y nutre. Ahora
mismo te estoy hablando, quiero decirte más cosas, todas las que he callado día
tras día, y saber por ti otras, otras muchas, las que necesito para aclarar mis
dudas y esa incertidumbre que me ha consumido siempre. Te hablo, te hablo, pero
tú no me escuchas. Miras a través de la ventana la caída del sol, y un paisaje
de árboles y altos edificios. Te has quedado ensimismado. ¿En qué piensas? Lo
supe muchas veces, tus ojos me lo revelaban siempre: los silencios eran para
nosotros un lenguaje claro donde todo se entendía; pero otras, era como si un
ala negra se desplegara, y yo me quedaba sumida en la oscuridad sin conseguir
penetrar tu pensamiento, así como ahora que ni siquiera te percatas de que
estoy aquí, a tu lado, hablando, mirándote, esperando..., no existo para ti en
este momento, ni en presencia ni en recuerdo.
Me voy. Te dejo contigo mismo, en
ese mundo tan tuyo en donde no necesitas de nada ni de nadie para vivir, encerrado
en tu círculo, en tu torre de marfil impenetrable..., pero sé de cierto que no
encontrarás paz ni reposo, y tendrás que buscarme, como en la vez anterior y
completar la historia… ¡ah!, si tú pudieras saber cuántas veces en la soledad sin reposo, bajo la lluvia
que se filtra, en el lento fluir de la ausencia, o en el río de azogue que
corre por mi sueño, bajo el leve peso de los pájaros o con sólo recordar nuestras
frustradas vacaciones en el mar, los ojos nocturnos de los peces, en medio del
silencio que me rodea cortado por sonidos de viento, de sombras y de agua, a
través de la larga noche, siento recuperar tu rostro, tu voz, tus palabras...,
sí, sé que algún día darás con estas rocas cubiertas de líquenes y musgos. Bajo
ellas ahí estoy.
® La carta.- Amparo Dávila.